La muerte resulta de la vida y la vida de la muerte; los huesos humanos son semillas, como los huesos de frutas; morir es fecundar la tierra.
Los dioses del altiplano, Michel Graulich.
Un cielo de verano hipnotizador y una mariposa grande, negra y dorada, cuyo vuelo parece más bien la caída de una hoja del árbol, es la bienvenida al pueblo de Oaxaca. Después de caminar del aeropuerto hacia el pueblo por un tramo solitario empiezo a ver gente que va en ambas direcciones, algunos turistas llegando a la celebración y otros locales en sus tareas. La incandescencia del sol se siente más fuerte y vuelve a verse la misma mariposa en su particular vuelo rozando la pared en una de las calles.
Llegue al barrio Xochimilco que en lengua náhuatl significa campo de flores y vi como el vecindario se preparaba para recibir a sus muertos. Esa noche me dormí pensando en tomar mezcal, un licor al que se le han dado tres variedades según su tiempo de maduración y a la mañana siguiente cuando paseaba por el pueblo, encontré a una mujer en una tienda que me invitó a probarlo. El mezcal es el trago que dejan en algunos altares como ofrenda para los muertos, que disfrutaron en vida como yo de ese momento. Ahora la copa estaba servida para mi.
Pero el mezcal no venia solo, y me puso a reflexionar. Empecé a preguntarme sobre el sentido de la vida mientras veía a la gente pasar. Miraba también múltiples obras de arte alusivas a la muerte basadas en otras conocidas; un espiral sin principio ni fin, pensé. Mientras pasaban niños, jóvenes, adultos, ancianos. ¿Qué venían a hacer todas esas personas a este mundo? El tiempo era apenas una noción que parecía no existir.
En el pueblo de Oaxaca la celebración de la muerte comienza desde el treinta de octubre, un día para los muertos que no tienen familia que los recuerde; algunas personas empiezan a trazar los tapetes de arena en las calles; escucho a un niño decirle a su mamá que la abuela quedó igual en la figura que ella ha hecho en el piso, y que a su vez es la réplica de una Calaca. Los altares empiezan a estar repletos de manjares: chocolate, pan de muerto, mezcal, mole, pollo.
El dos de noviembre, día de muertos, me asomo por la ventana a eso del mediodía, al cielo hipnotizador se le suma el sonido de unos voladores; la pólvora anuncia que las almas están descendiendo para el festejo y para eso han puesto el camino de flores de Cempasúchil que representan al sol y que guía a los muertos hacia los altares, como El incienso de copal.
En la tarde, me uno a la celebración que tiene el propósito de llenar el espíritu en la tierra con las comidas puestas delicadamente como ofrendas. Y advierto que no se trata pues de una realidad aparte sino de un escenario donde también los vivos comen y beben. A las ocho de la noche, mientras cantaba y festejaba en medio del jolgorio general, pude ver muchas calaveras danzando, pude ver como paraban a comprar atole, una bebida preparada a base de maíz, el grano que significa “lo que sustenta la vida”, cuyo ciclo agrícola desde la cosmología indígena se hace posible gracias a la alianza entre vivos y muertos.
Al día siguiente, tuve una conversación basada en el día de los muertos, en la que defiendo la idea de que la vida es fugaz, la respuesta es: Si, asi es, apenas es una simulación. Pero, ¿los altares? Toda esa comida que dejaban a los difuntos y que al final la comen los vivos. ¿Quiénes son los muertos? Sentí que todos los ahí presentes que simulaban ser los muertos, en realidad jugaban a estar vivos.
Entendí que los muertos éramos nosotros, los que asistíamos a la celebración de la muerte y nos preparábamos para nuestro viaje al Mictlán, el inframundo azteca a donde van las almas luego de morir. Cuando dejé la ciudad de Oaxaca pude sentir la muerte despidiéndose de mí, su presencia evocaba algo que reía, era algo dulce y etéreo, como si volara a encontrarse no con los muertos sino con los que quedaban detrás.