Categorías
CronicaViajera

Del huerto al escritorio: Los libros de Robert Graves como frutos que plantó en casi cincuenta años en Mallorca

Estoy mirando el huerto de las naranjas desde una de las ventanas de la casa de Robert Graves. Los frutos literarios al igual que el huerto crecen y se mantienen a través del tiempo. El jardín que plantó el escritor cuando tuvo que dejar Mallorca a causa de la guerra española floreció a su regreso, así como las pepitas de níspero, que un día arrojó, se habían convertido en nísperos cargados de frutas. Hoy continúa florecido el huerto y sus libros siguen alimentando la curiosidad, especialmente de escritores y poetas que recurren a sus creaciones, y guías para descifrar el significado de antiguos mitos.

Es un lugar hermosamente inquietante en el que la sierra se impone obligando a mirar hacia arriba. Llegar desde Palma al pueblo de Deià es ir subiendo al cielo, es como si estuvieras entrando al paraíso literario; donde viven las musas, paisajes como pinturas vivas, y desde esta ventana la montaña parece querer entrar a la casa, el suelo se parte en dos; a un lado el huerto alimentado de tierra, al otro los destellos del sol impregnando el horizonte, donde el piso es el mar Mediterráneo. En esta vista entiendo como diferentes escritores, incluido Graves, se instalaron aquí. No los culpo.

Cambio de paisaje

Llegar hasta aquí desde las playas del este de Mallorca tarda alrededor de dos horas, la mitad del trayecto hasta Palma es una línea recta a través de cultivos de pasto y árboles, luego es un cambio gradual de paisaje hasta estar inmerso en las montañas. Cuando pisas Deià, la montaña es la imagen que llena todo el panorama o al menos eso crees hasta que miras atrás y ves el horizonte luminoso del mar Mediterráneo. No te explicas como puede haber a un giro de cabeza montaña y mar, pero posiblemente sí te dé una idea del porqué aquí pueda germinar cualquier semilla.

La sierra virgen va quedando atrás, a lo lejos se empiezan a dibujar los pueblos incrustados en la Sierra de Tramuntana, con casas hechas con los mismos colores, para no perturbar el paisaje, con piedra en seco beige y ventanas verdes que hacen parte del patrimonio cultural por ser una construcción milenaria. Aquí el autor encontró como el mismo lo señaló todo lo que quería como escritor: sol, mar, montaña, agua de manantial, árboles que dan sombra y nada de política.

El huerto como espacio simbólico 

Se puede visitar el interior de la casa y luego salir al huerto o viceversa, para darse cuenta que existe una simbiosis creativa en plantar y escribir. Desde una de las ventanas de la casa se puede ver como evoluciona el cultivo. El huerto como el texto necesita tiempo y suelo para germinar. Así como a Graves se le veía recogiendo frutas y compartiéndolas con sus amigos y vecinos, en el interior de la casa se producían otros cultivos literarios, con la imprenta que tuvo en una de sus habitaciones, pudo asistir a la entrega e impresión de más de cuarenta libros.

Antes de entrar a la casa del autor Robert Graves, paso un buen rato en su jardín, en su huerto; creo que ahí está la magia. El jardín está lleno de árboles frutales que el mismo sembró. Camino entre los limoneros que están en plena cosecha, uno se queda en mi mano después de acariciarlo sin fuerza. Son limones muy jugosos que crecen en una tierra seca. Enseguida pienso en ese «algo magnético, una energía particular» que aseguraba el poeta haber encontrado en este lugar, y que pudo ser la influencia en la creación de su extensa obra.

Recrear la vida del escritor

Entro a la casa por la que fue la sala, hundo mi mirada en el espejo que solia mirar su mujer antes de salir. Es posible imaginar la vida que pudo haber tenido el autor a través de su espacio físico real; sus habitaciones, el escritorio. Me detengo a contemplar una mesita donde reposan algunas camisas suyas dobladas e inmortalizadas junto a sus pañuelos. En su despacho, ahora vacío, visualizo en el aire todas las palabras que allí flotaron. Aquí no solo vivió Graves, sino que nacieron Yo Claudio, Claudio el Dios, la Diosa Blanca, muchos poemas y artículos.

La mesa de la cocina puesta y servida de frutas, la decoración es una confesión de su preferencia por las cerámicas y no tanto por los cuadros en las paredes. Un recorrido por cada espacio de la casa también da la posibilidad de recrear lo que pudo inspirar su carrera de mitólogo, el ánimo con el que pudo crear la imprenta de sus libros y hasta la vida que tuvo ahí en la comunidad mallorquina, pues cada cumpleaños su casa se llenaba de lugareños para celebrar y lo hacían representando obras de teatro.

La sala de impresión es otra cosa, porque solo quien escribió más de doscientos libros puede tener en una habitación la maquina dedicada a que sus textos vean la luz – no por nada es el cuarto más iluminado de la casa. La imprenta, que todavía funciona, imprimía libros de poemas y folios bajo el sello Seizin Press; el último fue uno de su compañera Laura Riding titulado Second Leaf. Las hojas verdes que aparecen dentro del marco de sus ventanas son la maravilla de esta casa. Son también pistas del deleite que pudo haber sido escribir aquí viendo el huerto crecer y las hojas hacerse libros.

Finalmente, un recorrido por un estante donde reposan las primeras ediciones de sus libros más conocidos, los objetos que el autor usaba para proyectarse atrás en el tiempo, las cartas que intercambiaba con otros escritores como T.S. Elliot, EE Cummings, Pearl Buck y poetas de guerra. En la pared cuelga su retrato entre todas esas huellas del pasado que aún respiran y también una lista con su extensa bibliografía. En la salida un árbol de olivo, símbolo de longevidad, me recuerda que puede vivir y dar frutos por más de un siglo.

Escritorio de Robert Graves
El escritorio donde Graves escribió Yo Claudio, entre otros textos